Son
las 10 pm y el sol recién muestra un pequeño atisbo de desaparecer en el
atardecer, esa última hora de la tarde, la que tanto ansía la Ciudad Mágica.
Suben
una escalera que permite comunicar
varios espacios situados a diferentes alturas. Sus escalones disponen de varios
tramos, a simple vista fácil de acceder, pero los peldaños personales y
mentales del joven a veces le dificultan el avanzar. Los árboles le dan una atmósfera
silenciosa. Él se pregunta si realmente lo es, está seguro que eso es imposible
en la Ciudad Mágica, la frialdad de la baranda lo estremece un poco, el color
grisáceo lo hace triste, sólo la
claridad al final del camino lo anima a caminar. La luz final de la escalera,
el puente mirador, desde el cual puede contemplarse con facilidad un paisaje, en
un parque ubicado cerca de una estación de subte. Un puente que no se encuentra en buen estado. Las
barandillas están llenas de candados sellados basados en la vieja tradición
romántica de sellar el amor para siempre.
A él le produce un poco de risa esa muestra tan ingenua de cariño, pero
por otra parte le intriga pues él nunca se ha enamorado. Cote sube con una
seguridad y ganas las escaleras dejando en evidencia que ya ha hecho este
recorrido antes.
No
están solos, pero pareciera que el resto de parejas estuvieran estáticas en el
tiempo. Los jóvenes se apoyan en la barandilla del puente. Sus manos por fin se
sueltan. Estuvieron tomadas durante todo el transcurso del paseo. Él siente un
breve calambre en la mano derecha, son tan blancas que se suelen enrojecer con
el mínimo toque y ésta no es la excepción. Ambos sienten un calorcito extraño
en sus manos por el prolongado tiempo en que estuvieron en contacto la una a la
otra; él no deja de pensar en que quiere
volver a tomarla, pero ella se afirma con ambas manos de la barandilla, -como queriendo
parapetarse de algo, tal vez de la situación-, a la orilla del puente mirador en
el que esperan la tan ansiada puesta de sol.
El
joven sabe que el aire de la Ciudad Mágica, sin duda, no es para nada sano en
comparación con el de su provincia, pero en este momento siente un extraño
placer con cada respiro. El aire infla su pecho, cada vez que exhala parece
arrojar un suspiro desgarrador. Y es que suspirar es un hábito que el ser
humano utiliza en muchas situaciones. El siempre suspira cuando está frustrado,
aburrido, disgustado, pero ahora inconscientemente lo está haciendo sólo por
placer.
Los
colores y las formas de los candados confunden al joven. Intenta imaginar el
ritual de amor que se vive en ese lugar,
pero su vista se desenfoca cuando ve los enormes edificios en la
proximidad, luces, autos, ruidos, gente apresurada, contrastándose con la
solemnidad que quieren dar los enamorados a ese lugar. La brisa de los árboles
son cómplices, soplando en silencio una hermosa melodía mientras realizan el
ritual de jurar amor inquebrantable.
Su
mirada se fija en la imagen panorámica de la Ciudad Mágica, que le ofrece el
mirador. Un paisaje urbano cuya característica es su gran homogeneidad en
cuanto a su extensión y una arquitectura en sus edificios que resulta inconfundible.
El verde que acompaña lo hace más amigable, y es que sin duda la gran urbe
también tiene su encanto.
Cote
también mira al frente, ninguno dice nada. A él le sorprende la cantidad de
edificios y automóviles. Se imagina compartir el momento con su querido abuelo,
y piensa en cuantas veces lo invitó a vivir con él.
Recuerda
las lecturas nocturnas con él: -Mi abuelo me leía en las noches, amé la
lectura, por eso me regaló dinero para tener mi propia librería, y sin embargo,
no logro recordar de quien era, de que trataba el relato que contenía las
siguientes líneas: “un espacio
inagotable, un laberinto de interminables pasos, que siempre te dejaba la
sensación de estar perdido. Perdido no sólo en la ciudad, sino también dentro
de sí mismo”.
Así
me siento en la Ciudad Mágica. Me desespera no saber de qué es.- dijo rompiendo
el silencio con una mirada fija a la panorámica de la Ciudad Mágica. Con cada
palabra sentía que desgarraba una parte de él.
Él
se voltea. Aún después de compartir todo el día juntos piensa que sus
reacciones, actitudes y forma de ser la van a espantar, pero ella sólo sonríe y
mira el horizonte.
Coté
siente el peso de la mirada de él y se gira para corresponderla. Lo mira fijamente
un par de segundos, que parecen eternos.
Él quiere entender que pasa por su cabeza.
Un
segundo eterno en el que él observa cada detalle de su rostro expresivo, de tez
morena y ojos brillantes soñadores, vivaces, alegres, esperanzadores. Entonces
recuerda sus manos sinceras y afectuosas.
Su
belleza no es exuberante, más bien, es esa belleza que tienen las mujeres
bonitas. De esas mujeres en que se
mezcla belleza y fantasía.
Es
delgada, tan delgada es que es muy justificado que le digan “flaca” y ese
mechón morado: una nueva tendencia en
pleno auge que crea un nuevo look.
Él
piensa que como ella tiene el color de pelo castaño medio a oscuro, le
recomendaron un mechón morado para que genere el efecto que dan las
iluminaciones normalmente, pero que no son amarillas sino violetas.
Ella
interrumpe sus pensamientos al decir con un tono implacable: “sé a cuál te refieres, prometo decírtelo…
la próxima vez que nos veamos”.
“La próxima vez que nos veamos”.
La frase repercute con tanta fuerza en su cabeza que no puede evitar
ruborizarse. Gira rápidamente para volver a mirar la panorámica.
Reúne
valor y pronuncia “Ya es hora que me vaya”
con un tono de evidente tristeza.
-Lo
sé, te acompañaría a la estación, pero la verdad no me gustan las despedidas.-
Responde la chica, sin mirarlo a los ojos, con la vista al frente esperando el tan
ansiado atardecer.
-Creo…
que a mí tampoco. ¿De verdad crees que nos volveremos a ver?
-Eso
depende de tí, a tí no te gusta este lugar.- Le dice con un tono seco.
Él
se queda pensando como rebatirle, pero no hay forma, así que dice lo primero
que se le viene a la cabeza: “gracias por
salir conmigo, ¿de la escala del 1 al 10, que tan desagradable fue?”
-Mhm
un 8.- Dice ella con claro tono de broma.
-Jajajaja
woah, bueno, un 8 no es tan malo para mi.- Ríe el joven brevemente, pero en
esos pocos “jaja” hay una sinceridad tan grande que Cote jamás va a entender.
El está feliz.
-Es
broma tonto, lo pase genial, sólo que siento que tú no.
-Eso
no es cierto, créeme que hace mucho que no la pasaba tan bien.
-No
es eso, es que estás pensando demasiado las cosas, tienes que vivirlas,
sentirlas, debes intentar ser un poco más drástico.
-¿Más
drástico?
-Sí,
mira todos esos autos que pasan- dice señalando las largas filas de automóviles
que se forman a esa hora en las calles de la capital y que pueden observarse
desde el mirador- cada uno tiene una historia en particular, mira a quienes
conducen, tienen una vida, una rutina, piensa todo lo que hay detrás de ellos,
una familia, una mascota, un amor ¿Qué crees que nos motiva a actuar?
Lo
único que él dice: “No puedo saberlo, depende.”
-No,
no depende de nada. Es la naturaleza humana ser feliz, no somos felices cuando
nos guiamos más por lo que creemos, que es lo más racional, por sobre lo que dicta
nuestro corazón. No pienses tanto, vive.
Te falta enamorarte de la vida. Cuando lo logres serás feliz y cuando debas
elegir que hacer, qué decisión tomar, cuando tengas que actuar en base a una
motivación, verás que lo que te dicta tu corazón será muchas veces lo más
drástico, pero será lo correcto.
El
atardecer en la ciudad llegó, las nubes toman su color rojizo, el sol comienza
a esconderse porque por hoy ya ha cumplido su trabajo, es tiempo del ocaso del
día. El instante en el que el sol da su
cálido adiós, exhausto pero satisfecho, dando paso a la luna, enérgica, con
energías renovadas, dispuesta a iluminar nuestras noches. Y en ese paso de
testigo, el cielo les regala una feria de colores, amarillos,
rojos, naranjas, grises, entonces las
nubes pierden su timidez, mostrándose ardientes y confiadas. Pero cuando
termina hay silencio seco, ella parte. No dice adiós, él tampoco. Ambos saben
que esto debe pasar. Tan mágico, como cuando comenzó.
Cote
suelta una carcajada por la reflexión de la luz naranja en la cara de él. Su
palidez una pérdida anormal del color de su
piel, probablemente la padece
desde niño pero nunca se ha preguntado por qué quizás es el resultado de una
disminución del riego sanguíneo o una reducción de la cantidad de sus glóbulos
rojos…. Lo único que sabe es que sus labios, lengua, palmas de las manos, interior de su boca, incluso el revestimiento
de sus ojos, no son como el común de la
gente.
Es
el instante en que se retorna a casa, las calles se llenan de autos que acelerados
tratan de llegar a destino, como si quisieran seguir al sol. Al fondo los edificios mudos testigos de tantas
historias que reflejan el paisaje, ese paisaje urbano.
Santiago
baja la escalera por la derecha para ir al subte y así tomar su tren. Cote por
la izquierda para quien sabe ir donde.